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Brasil entra en una crisis de seguridad
Miér 23 Abr 2014, 23:23
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Ni los cinco años que han transcurrido desde que arrancara el proyecto pacificador de las favelas cariocas, ni el acicate que supone la celebración de los dos mayores eventos deportivos del planeta, el Mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos, han servido de mucho para que la violencia disminuya en Río de Janeiro. El poder de los grupos narcotraficantes se ha visto debilitado considerablemente en estos años, pero, tal y como advertían algunos especialistas, las principales facciones criminales se han atrincherado en áreas periféricas y desde ellas siguen controlado la venta de droga en favelas estratégicas enclavadas en los barrios más pudientes. La última erupción de esta violencia ocurrió el martes en una favela enclavada en el corazón turístico de Río.
Las armas de guerra vuelven a diseminarse por los suburbios al tiempo que las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) no acaban de cuajar en sus vecindarios, que ven en ellas una versión edulcorada de la Policía Militar, conocida por estar corrompida hasta el tuétano y dar rienda suelta a una truculencia sin límites. Las denuncias de abusos y muertes de civiles que nada tienen que ver con los grupos narcotraficantes se suceden cada semana mientras el Gobierno del Estado de Río apuntala las favelas más conflictivas con más efectivos y operaciones de caza y captura de criminales. El idílico periodo de distensión ha quedado atrás y la ciudad más turística de Brasil parece retornar al tiempo del acoso y derribo al narco cueste lo que cueste.
Dos factores marcan este punto de inflexión y colocan a Brasil en una delicadísima situación: en primer lugar, los habitantes de las favelas, que acumulan no poco resentimiento hacia una sociedad y unos gobernantes que los han tratado tradicionalmente como ciudadanos de segunda, han decidido romper el silencio. Espoleados por los movimientos de protesta que se han extendido por Brasil desde junio del año pasado y amplificados por la presencia masiva de la prensa mundial, los vecinos de los suburbios se manifiestan hoy con más ira, emprendiéndola a pedradas contra las unidades policiales, a las que acusan de violarsus derechos, incendiando vehículos, montando barricadas y cortando calles y avenidas. La mecha ha prendido con fuerza y el martes por la noche el fuego llegó a un barrio cuya seguridad se considera crucial para la organización local de la Copa del Mundo
Aquí radica el segundo factor: Copacabana, el Río más turístico, bautizado como el Disney carioca, ha entrado en un clima de tensión generado por el repunte de la delincuencia, las operaciones policiales y los zarpazos que desde septiembre del año pasado vuelven a propinar algunas células latentes del Comando Vermelho (CV), una organización de narcos, atrincheradas en los meandros más inaccesibles de la favela Pavão-Pavãozinho.
A 50 días del arranque del Mundial, las autoridades cariocas y brasileñas no imaginaban que imágenes como las del martes darían la vuelta al mundo, arrojando una nueva sombra de duda sobre la capacidad de Brasil para organizar un megaevento sin incidentes. Algunas arterias principales de Copacabana quedaron cortadas al tráfico mientras los comerciantes y los bares aledaños a la favela cerraban sus puertas a media tarde. Las barricadas incendiadas, el corte del suministro eléctrico, el griterío y el estruendo de los intensos tiroteos y de los helicópteros policiales sembraron el pánico, hasta el punto de que dos conocidos hoteles del turístico barrio pidieron a sus huéspedes que no pisaran la calle.
Al final de la tarde se confirmó la noticia de que un ciudadano de 30 años había fallecido tras recibir un disparo en la cabeza. Horas antes se halló en Pavão-Pavãozinho el cadáver de un bailarín de 25 años. Según su madre, Douglas Rafael da Silva Pereira tenía marcas de haber sido golpeado y torturado por la policía. El informe forense determinó que el joven sufrió “una hemorragia interna provocada por laceración pulmonar”.
El episodio de Copacabana y los tiroteos registrados permanentemente en la favela Rocinha, enclavada entre los pudientes barrios de Leblon y São Conrado, muestran que el tan cacareado cinturón de seguridad de la zona sur de Río está muy lejos de ser una realidad. “Se ha convertido en una moda incendiar y destrozarlo todo después de que la policía mate a alguien”, dice con sarcasmo Jorge Luis Marconi, que frecuenta Copacabana.
Los índices de inseguridad han repuntado en el último año y por las calles de Río circula la sensación de que se está perdiendo a pasos acelerados el terreno conquistado en los últimos años. “Estamos en año electoral y no se van a tomar decisiones importantes. Está claro que las UPP están en crisis, que los crímenes están creciendo y que los avances de los últimos años están en jaque en este momento”, opina el sociólogo especialista en seguridad pública Ignacio Cano.
Las estadísticas divulgadas en los últimos ocho años por el Instituto de Seguridad Pública (ISP) de Río de Janeiro arrojan números alarmantes: en el Estado de Río se han registrado en este periodo 35.879 asesinatos, 285 lesiones corporales seguidas de muerte, 1.169 robos seguidos de muerte, 5.677 muertes derivadas de intervenciones policiales, 155 policías militares y civiles muertos en acto de servicio. Un cómputo total de 43.165 fallecidos o, visto desde otro ángulo, más de 500 muertes al mes provocadas por una violencia sin fin. Las estadísticas no consideran los más de 38.000 desaparecidos ni las más de 31.000 tentativas de homicidio. Según explica el coronel Frederico Caldas, Coordinador General de las UPP, “todos los grandes eventos que se han celebrado en Río de Janeiro tienen en común que han sido tranquilos. Fue así en la conferencia Río+20, en la visita del Papa y en la Copa de las Confederaciones. No obstante, nuestra política de seguridad no gira en torno a los grandes eventos, sino que pretende garantizar la seguridad de la ciudad. Para celebrar un evento seguro hay que partir de la base de una ciudad segura”.
Pero algo está fallando en los planes ideados, quizás con exceso de optimismo, por el Gobierno. La presidenta, Dilma Rousseff, adelanta que la que se avecina será recordada como la “Copa de las Copas”, en clara referencia a que el mayor campeonato futbolístico del planeta regresa tras 64 años al país que más trofeos acumula en su palmarés: a la casa del fútbol, el sol y la diversión. Cano, sin embargo, advierte de un factor que podría convertirse en el desestabilizador definitivo: que la selección brasileña quede eliminada antes de la final. “Conociendo cómo se comporta la población brasileña en periodos de Copa del Mundo, podemos esperar un repunte de la convulsión social si la selección cayese antes de tiempo. Si Brasil termina ganando, la euforia colectiva sofocará cualquier posibilidad de protesta”.
Controlar las más que posibles manifestaciones será el gran desafío del Gobierno brasileño en los próximos meses. Los colectivos que protestaron con fuerza en junio del año pasado llevan meses en silencio. Las promesas realizadas en aquel momento por la propia presidenta para acallar el clamor popular nunca llegaron a ponerse en práctica. Incluso las subidas del precio del transporte público, que fueron el detonante de aquellas mareas humanas enardecidas, han acabado aprobándose y golpeando a una sociedad asqueada por un nivel de precios asfixiante. Se respira un malestar larvado que puede volver a complicarle la vida a los gobernantes e incluso a la propia FIFA. De momento es el grito de la favela el que se hace oír con más fuerza.
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Ni los cinco años que han transcurrido desde que arrancara el proyecto pacificador de las favelas cariocas, ni el acicate que supone la celebración de los dos mayores eventos deportivos del planeta, el Mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos, han servido de mucho para que la violencia disminuya en Río de Janeiro. El poder de los grupos narcotraficantes se ha visto debilitado considerablemente en estos años, pero, tal y como advertían algunos especialistas, las principales facciones criminales se han atrincherado en áreas periféricas y desde ellas siguen controlado la venta de droga en favelas estratégicas enclavadas en los barrios más pudientes. La última erupción de esta violencia ocurrió el martes en una favela enclavada en el corazón turístico de Río.
Las armas de guerra vuelven a diseminarse por los suburbios al tiempo que las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) no acaban de cuajar en sus vecindarios, que ven en ellas una versión edulcorada de la Policía Militar, conocida por estar corrompida hasta el tuétano y dar rienda suelta a una truculencia sin límites. Las denuncias de abusos y muertes de civiles que nada tienen que ver con los grupos narcotraficantes se suceden cada semana mientras el Gobierno del Estado de Río apuntala las favelas más conflictivas con más efectivos y operaciones de caza y captura de criminales. El idílico periodo de distensión ha quedado atrás y la ciudad más turística de Brasil parece retornar al tiempo del acoso y derribo al narco cueste lo que cueste.
Dos factores marcan este punto de inflexión y colocan a Brasil en una delicadísima situación: en primer lugar, los habitantes de las favelas, que acumulan no poco resentimiento hacia una sociedad y unos gobernantes que los han tratado tradicionalmente como ciudadanos de segunda, han decidido romper el silencio. Espoleados por los movimientos de protesta que se han extendido por Brasil desde junio del año pasado y amplificados por la presencia masiva de la prensa mundial, los vecinos de los suburbios se manifiestan hoy con más ira, emprendiéndola a pedradas contra las unidades policiales, a las que acusan de violarsus derechos, incendiando vehículos, montando barricadas y cortando calles y avenidas. La mecha ha prendido con fuerza y el martes por la noche el fuego llegó a un barrio cuya seguridad se considera crucial para la organización local de la Copa del Mundo
Aquí radica el segundo factor: Copacabana, el Río más turístico, bautizado como el Disney carioca, ha entrado en un clima de tensión generado por el repunte de la delincuencia, las operaciones policiales y los zarpazos que desde septiembre del año pasado vuelven a propinar algunas células latentes del Comando Vermelho (CV), una organización de narcos, atrincheradas en los meandros más inaccesibles de la favela Pavão-Pavãozinho.
A 50 días del arranque del Mundial, las autoridades cariocas y brasileñas no imaginaban que imágenes como las del martes darían la vuelta al mundo, arrojando una nueva sombra de duda sobre la capacidad de Brasil para organizar un megaevento sin incidentes. Algunas arterias principales de Copacabana quedaron cortadas al tráfico mientras los comerciantes y los bares aledaños a la favela cerraban sus puertas a media tarde. Las barricadas incendiadas, el corte del suministro eléctrico, el griterío y el estruendo de los intensos tiroteos y de los helicópteros policiales sembraron el pánico, hasta el punto de que dos conocidos hoteles del turístico barrio pidieron a sus huéspedes que no pisaran la calle.
Al final de la tarde se confirmó la noticia de que un ciudadano de 30 años había fallecido tras recibir un disparo en la cabeza. Horas antes se halló en Pavão-Pavãozinho el cadáver de un bailarín de 25 años. Según su madre, Douglas Rafael da Silva Pereira tenía marcas de haber sido golpeado y torturado por la policía. El informe forense determinó que el joven sufrió “una hemorragia interna provocada por laceración pulmonar”.
El episodio de Copacabana y los tiroteos registrados permanentemente en la favela Rocinha, enclavada entre los pudientes barrios de Leblon y São Conrado, muestran que el tan cacareado cinturón de seguridad de la zona sur de Río está muy lejos de ser una realidad. “Se ha convertido en una moda incendiar y destrozarlo todo después de que la policía mate a alguien”, dice con sarcasmo Jorge Luis Marconi, que frecuenta Copacabana.
Los índices de inseguridad han repuntado en el último año y por las calles de Río circula la sensación de que se está perdiendo a pasos acelerados el terreno conquistado en los últimos años. “Estamos en año electoral y no se van a tomar decisiones importantes. Está claro que las UPP están en crisis, que los crímenes están creciendo y que los avances de los últimos años están en jaque en este momento”, opina el sociólogo especialista en seguridad pública Ignacio Cano.
Las estadísticas divulgadas en los últimos ocho años por el Instituto de Seguridad Pública (ISP) de Río de Janeiro arrojan números alarmantes: en el Estado de Río se han registrado en este periodo 35.879 asesinatos, 285 lesiones corporales seguidas de muerte, 1.169 robos seguidos de muerte, 5.677 muertes derivadas de intervenciones policiales, 155 policías militares y civiles muertos en acto de servicio. Un cómputo total de 43.165 fallecidos o, visto desde otro ángulo, más de 500 muertes al mes provocadas por una violencia sin fin. Las estadísticas no consideran los más de 38.000 desaparecidos ni las más de 31.000 tentativas de homicidio. Según explica el coronel Frederico Caldas, Coordinador General de las UPP, “todos los grandes eventos que se han celebrado en Río de Janeiro tienen en común que han sido tranquilos. Fue así en la conferencia Río+20, en la visita del Papa y en la Copa de las Confederaciones. No obstante, nuestra política de seguridad no gira en torno a los grandes eventos, sino que pretende garantizar la seguridad de la ciudad. Para celebrar un evento seguro hay que partir de la base de una ciudad segura”.
Pero algo está fallando en los planes ideados, quizás con exceso de optimismo, por el Gobierno. La presidenta, Dilma Rousseff, adelanta que la que se avecina será recordada como la “Copa de las Copas”, en clara referencia a que el mayor campeonato futbolístico del planeta regresa tras 64 años al país que más trofeos acumula en su palmarés: a la casa del fútbol, el sol y la diversión. Cano, sin embargo, advierte de un factor que podría convertirse en el desestabilizador definitivo: que la selección brasileña quede eliminada antes de la final. “Conociendo cómo se comporta la población brasileña en periodos de Copa del Mundo, podemos esperar un repunte de la convulsión social si la selección cayese antes de tiempo. Si Brasil termina ganando, la euforia colectiva sofocará cualquier posibilidad de protesta”.
Controlar las más que posibles manifestaciones será el gran desafío del Gobierno brasileño en los próximos meses. Los colectivos que protestaron con fuerza en junio del año pasado llevan meses en silencio. Las promesas realizadas en aquel momento por la propia presidenta para acallar el clamor popular nunca llegaron a ponerse en práctica. Incluso las subidas del precio del transporte público, que fueron el detonante de aquellas mareas humanas enardecidas, han acabado aprobándose y golpeando a una sociedad asqueada por un nivel de precios asfixiante. Se respira un malestar larvado que puede volver a complicarle la vida a los gobernantes e incluso a la propia FIFA. De momento es el grito de la favela el que se hace oír con más fuerza.
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