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El Metro, en estado de alarma: mendicidad, picaresca y miedo al contagio
Lun 06 Abr 2020, 06:28
El Metro, en estado de alarma: mendicidad, picaresca y miedo al contagio
Pese a que la afluencia de usuarios ha bajado más de un 90%, la vida en el suburbano continúa bajo el temor al coronavirus y la dificultad en el control
Aitor Santos Moya - 06/04/2020
«Disculpe, caballero, si no coge el siguiente tren, tiene que marcharse». Con buenos modales, un vigilante de seguridad muestra el camino de salida a un hombre que carga el teléfono móvil sentado en el suelo de la estación de Antón Martín (línea 1). Sorprendido por la situación, el «pasajero», que ya ha dejado pasar dos trenes, recoge el cable y se marcha sin apenas dar explicaciones. Cuatro paradas más adelante, en Pacífico, un sintecho rebusca entre las papeleras que encuentra a su paso mientras completa el transbordo con la línea 6. Al llegar al andén, tampoco se sube y observa desde fuera el cierre de las puertas automáticas. De camino a Manuel Becerra, otro individuo pide dinero en inglés a los pocos usuarios que viajan en silencio y separados entre sí, absortos en el teléfono móvil o con la mirada perdida, como si el temor al coronavirus hubiera dejado paso al estigma: observar demasiado a alguien es sinónimo de sospecha y nadie en el suburbano desea ser señalado.
La vida en el Metro no es inmune al estado de alarma. Desde la compañía señalan que 102 trabajadores –de los más de 7.000 que conforman la plantilla– han comunicado estar contagiados tras someterse a los test de detección del patógeno. A ellos se suman los 418 asalariados que permanecen en sus domicilios por presentar síntomas compatibles con la enfermedad o haber estado en contacto directo con positivos, unos 400 también en aislamiento o con baja laboral de la Seguridad Social al ser especialmente sensibles por otro tipo de patologías padecidas y alrededor de 400 más que superan los 60 años, apartados por ser población de riesgo. En total, más de 1.300 empleados han dejado sus puestos desde el inicio de la cuarentena.
Los que sí continúan lo hacen con la cautela necesaria de sentirse parte de una peculiar línea de batalla alejada de cualquier foco mediático. «Caemos como moscas», admite un operario, consciente de los riesgos potenciales: «Si el resto del año estamos expuestos a niveles similares de contagio que los niños, imagina ahora». Pese a que la afluencia ha caído en más de un 90%, con cifras diarias inferiores a los 100.000 pasajeros, el miedo a la rápida propagación de la enfermedad está en boca de todos. «Estamos muy pendientes de limpiar los pasamanos de las escaleras mecánicas, los tornos, los botones de las puertas y el resto de elementos que puedan tocar los viajeros», señala Lucía, que desarrolla su jornada en el servicio de limpieza de la estación de Pacífico.
Detrás de ella, camina tranquilo un vigilante de seguridad. «No tengo miedo porque con miedo no se puede hacer nada», advierte tras ser interrumpido en plena ronda. Sin mascarilla, pero enfundado en dos guantes azules, este trabajador confiesa algunas de las particularidades actuales que se viven bajo tierra: «El aislamiento no ha hecho que la gente se deje de colar. Aquí hay un tipo que lo intenta cada día». La orden recibida para estas situaciones es la misma que antes de la crisis. «Lo único que puedo hacer es echarlos». La mendicidad, cuenta, sigue muy presente en el día a día del suburbano, aunque de manera itinerante. Desde hace semanas, no hay rastro de manteros ni músicos apostados en los puntos más concurridos.
El control de las restricciones de movilidad corresponde a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. «Nosotros no podemos pedir el permiso de circulación», añade un segundo vigilante, apostado en Sol. Aunque la Policía ha realizado inspecciones en el Metro, a fin de comprobar los motivos de desplazamiento de los usuarios, la extensión de la red añade mayor dificultad al objetivo. El contacto con el personal de la empresa se antoja fundamental a tenor de los observado. Sin ir más lejos, la semana pasada, un maquinista alertó de la presencia de un grupo de personas haciendo acrobacias en el andén de Legazpi (línea 3). Desde la Asociación Marea Negra de la Seguridad confirman a ABC que los sujetos fueron retenidos hasta la llegada de los agentes, encargados de abrir las diligencias oportunas. Este sindicato reclama que las empresas contratantes -el servicio de vigilancia está externalizado- entreguen material a todos los compañeros: «Tenemos constancia de que algunas no han repartido suficientes guantes y mascarillas».
Metro, por su parte, asegura cumplir con los protocolos establecidos por las autoridades sanitarias, además de aplicar una serie de medidas extra en base a las circunstancias actuales. El sábado se clausuraron un total de 44 vestíbulos y 183 accesos para optimizar recursos y minimizar riesgos entre su plantilla, reducida del tal forma que en las estaciones solo esté presente un supervisor. El horario de cierre se ha adelantado a la medianoche, por lo que el último servicio ya no sale de las cabeceras a la 1.30 de la madrugada, como es habitual.
La instauración del teletrabajo y una mayor flexibilidad horaria para la conciliación laboral en el caso de los empleados con responsabilidad sobre el cuidado directo de menores de 12 años, personas con discapacidad o familiares que por edad o enfermedad no puedan valerse por sí mismos son otras de las decisiones adoptadas.
Mientras tanto, en Avenida de América, pasajeros como Rita y Ana coinciden, casi a diario, camino de sus trabajos. La primera, empleada de limpieza, se desplaza desde Ascao con la preocupación lógica de dejar a su hija de 14 años en la casa que comparten: «Llegamos hace un año y medio de Honduras», dice a un metro de distancia. En su país natal, las dos vivieron los estragos del huracán Mith, que dejó un negro balance de 6.500 muertos. En otro punto del vagón, Ana revela con entusiasmo la labor que realiza: «Trabajo en el Summa y voy a Legazpi». La vida bajo el suelo de Madrid, aunque alterada, no se detiene.
Fuente, ABC.
Pese a que la afluencia de usuarios ha bajado más de un 90%, la vida en el suburbano continúa bajo el temor al coronavirus y la dificultad en el control
Aitor Santos Moya - 06/04/2020
«Disculpe, caballero, si no coge el siguiente tren, tiene que marcharse». Con buenos modales, un vigilante de seguridad muestra el camino de salida a un hombre que carga el teléfono móvil sentado en el suelo de la estación de Antón Martín (línea 1). Sorprendido por la situación, el «pasajero», que ya ha dejado pasar dos trenes, recoge el cable y se marcha sin apenas dar explicaciones. Cuatro paradas más adelante, en Pacífico, un sintecho rebusca entre las papeleras que encuentra a su paso mientras completa el transbordo con la línea 6. Al llegar al andén, tampoco se sube y observa desde fuera el cierre de las puertas automáticas. De camino a Manuel Becerra, otro individuo pide dinero en inglés a los pocos usuarios que viajan en silencio y separados entre sí, absortos en el teléfono móvil o con la mirada perdida, como si el temor al coronavirus hubiera dejado paso al estigma: observar demasiado a alguien es sinónimo de sospecha y nadie en el suburbano desea ser señalado.
La vida en el Metro no es inmune al estado de alarma. Desde la compañía señalan que 102 trabajadores –de los más de 7.000 que conforman la plantilla– han comunicado estar contagiados tras someterse a los test de detección del patógeno. A ellos se suman los 418 asalariados que permanecen en sus domicilios por presentar síntomas compatibles con la enfermedad o haber estado en contacto directo con positivos, unos 400 también en aislamiento o con baja laboral de la Seguridad Social al ser especialmente sensibles por otro tipo de patologías padecidas y alrededor de 400 más que superan los 60 años, apartados por ser población de riesgo. En total, más de 1.300 empleados han dejado sus puestos desde el inicio de la cuarentena.
Los que sí continúan lo hacen con la cautela necesaria de sentirse parte de una peculiar línea de batalla alejada de cualquier foco mediático. «Caemos como moscas», admite un operario, consciente de los riesgos potenciales: «Si el resto del año estamos expuestos a niveles similares de contagio que los niños, imagina ahora». Pese a que la afluencia ha caído en más de un 90%, con cifras diarias inferiores a los 100.000 pasajeros, el miedo a la rápida propagación de la enfermedad está en boca de todos. «Estamos muy pendientes de limpiar los pasamanos de las escaleras mecánicas, los tornos, los botones de las puertas y el resto de elementos que puedan tocar los viajeros», señala Lucía, que desarrolla su jornada en el servicio de limpieza de la estación de Pacífico.
Detrás de ella, camina tranquilo un vigilante de seguridad. «No tengo miedo porque con miedo no se puede hacer nada», advierte tras ser interrumpido en plena ronda. Sin mascarilla, pero enfundado en dos guantes azules, este trabajador confiesa algunas de las particularidades actuales que se viven bajo tierra: «El aislamiento no ha hecho que la gente se deje de colar. Aquí hay un tipo que lo intenta cada día». La orden recibida para estas situaciones es la misma que antes de la crisis. «Lo único que puedo hacer es echarlos». La mendicidad, cuenta, sigue muy presente en el día a día del suburbano, aunque de manera itinerante. Desde hace semanas, no hay rastro de manteros ni músicos apostados en los puntos más concurridos.
El control de las restricciones de movilidad corresponde a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. «Nosotros no podemos pedir el permiso de circulación», añade un segundo vigilante, apostado en Sol. Aunque la Policía ha realizado inspecciones en el Metro, a fin de comprobar los motivos de desplazamiento de los usuarios, la extensión de la red añade mayor dificultad al objetivo. El contacto con el personal de la empresa se antoja fundamental a tenor de los observado. Sin ir más lejos, la semana pasada, un maquinista alertó de la presencia de un grupo de personas haciendo acrobacias en el andén de Legazpi (línea 3). Desde la Asociación Marea Negra de la Seguridad confirman a ABC que los sujetos fueron retenidos hasta la llegada de los agentes, encargados de abrir las diligencias oportunas. Este sindicato reclama que las empresas contratantes -el servicio de vigilancia está externalizado- entreguen material a todos los compañeros: «Tenemos constancia de que algunas no han repartido suficientes guantes y mascarillas».
Metro, por su parte, asegura cumplir con los protocolos establecidos por las autoridades sanitarias, además de aplicar una serie de medidas extra en base a las circunstancias actuales. El sábado se clausuraron un total de 44 vestíbulos y 183 accesos para optimizar recursos y minimizar riesgos entre su plantilla, reducida del tal forma que en las estaciones solo esté presente un supervisor. El horario de cierre se ha adelantado a la medianoche, por lo que el último servicio ya no sale de las cabeceras a la 1.30 de la madrugada, como es habitual.
La instauración del teletrabajo y una mayor flexibilidad horaria para la conciliación laboral en el caso de los empleados con responsabilidad sobre el cuidado directo de menores de 12 años, personas con discapacidad o familiares que por edad o enfermedad no puedan valerse por sí mismos son otras de las decisiones adoptadas.
Mientras tanto, en Avenida de América, pasajeros como Rita y Ana coinciden, casi a diario, camino de sus trabajos. La primera, empleada de limpieza, se desplaza desde Ascao con la preocupación lógica de dejar a su hija de 14 años en la casa que comparten: «Llegamos hace un año y medio de Honduras», dice a un metro de distancia. En su país natal, las dos vivieron los estragos del huracán Mith, que dejó un negro balance de 6.500 muertos. En otro punto del vagón, Ana revela con entusiasmo la labor que realiza: «Trabajo en el Summa y voy a Legazpi». La vida bajo el suelo de Madrid, aunque alterada, no se detiene.
Fuente, ABC.
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