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Los vigilantes de la vara contra los cacos del campo.
Dom 28 Jul 2019, 14:47
elmundo.es
PEDRO SIMÓN.
24.07.2019
Los últimos vecinos de Ribarredonda (Guadalajara) son una decena de jubilados que se organizan para vigilar y conjurar los robos. Dan el alto, apuntan matrículas... Al menos siempre hay dos de ellos.
Las garrotas de los septuagenarios no son como los nunchacos de Bruce Lee. La agudeza visual de los últimos vecinos que quedan en el pueblo no es la de Ojo de Halcón, aquel superhéroe de la Marvel. Los nueve mayores no lucen precisamente como el cuerpo de marines de los EEUU.
Pero -como pasa en los western cuando no hay sheriff- hay lo que hay para hacer cumplir la ley.
Florentina, 70 años.
Vicenta, 78.
Hipólito, 79.
María, 87...
En Ribarredonda (Guadalajara) no han encontrado otra forma de combatir los robos que asolan la zona: ponerse a vigilar ellos mismos.
La letanía te la sueltan como el que la lleva inventariada, que todo puede ser. Han robado en Riba de Saelices y en Huertahernando. En una casa de La Loma (donde los cacos se quedaron a cenar) y en Ciruelos (donde reventaron el cuadro de luces del pueblo para aprovechar la oscuridad). Entonces llegaron a Ribarredonda. El año pasado robaron en dos chalés de dos hermanos de Lucía. En la casa de la hermana y de una vecina de Vicenta. En unas fincas y en la iglesia.
«Decidimos hacer algo», resume Vicenta Tenorio. «Nos reunimos 20 en el antiguo bar, sumando los que vinieron de fuera. Y buscamos una solución: hicimos un planillo para apuntarnos por parejas y así no dejar nunca vacío el pueblo en invierno».
Lucía García, 70 años, lo dice bajando la voz: «Uno viene una semana; otro viene otra. Si hay alguno que está malo y no va a poder venir cuando le toca, lo pone en el planillo del antiguo bar para organizarnos».
Julián Romero, 75 años, lo dice elevándola: «Yo no veo venir el miedo. Es que no lo veo».
Todos se ríen.
El primero, él.
Julián Romero es ciego.
Charlamos en el consultorio del pueblo, congregados los nueve de Ribarredonda por el médico rural Armando Cabrera.
La obsesión por la seguridad explica que -en esta localidad semivacía- veas rejas extensibles, puertas con chapa metálica, pegatinas de empresas de vigilancia y todos te digan de carrerilla las tres cifras memorizadas: el 062, teléfono de emergencias de la Guardia Civil.
Hipólito García le tiene respeto a la calle como si viviera en un arrabal de Jalisco y no en un pueblo donde todos sus vecinos cabrían en una furgoneta. «Si vemos un coche, el que está de guardia anota la matrícula... Por las noches no se puede salir de casa, es un compromiso. Imagina que te encuentras a cuatro que te dan un golpazo y amaneces ahí. Yo al menos por la noche no salgo».
Hay mucho de paranoia en el exceso de celo de Hipólito y de las buenas gentes de Ribarredonda.
Pero tambien hay mucho de verdad.
Desde que la casa cuartel de la Guardia Civil en Alcolea del Pinar (el pueblo más grande por estos lares, con 150 habitantes) cerró en 2013 y trasladó a sus 35 agentes a Sigüenza (a tres cuartos de hora de Ribarredonda), los robos se han sucedido en la zona.
Robos de todo tipo.
Uno: es un día gélido de noviembre, el cura de Alcolea se dispone a encender la caldera para calentar la iglesia. Pero no: los feligreses van a tener que pasar frío. Los ladrones se han llevado los 300 litros de gasoil que había.
Por todo ello los vecinos fueron a manifestarse a la localidad. Gentes de Riba de Saelices. De Saelices de la sal. De Huertahernando. Alguno de Ribarredonda... Como sus demandas no fueron escuchadas, tenemos este reportaje.
Asintiendo con la cabeza mientras les escucha, puntualizando algunos datos, está Armando. Que es médico de familia, tiene 56 años, lleva 27 pasando consulta en los pueblos, atiende en siete localidades y, en 2018, se hizo más de 10.000 kilómetros de aldea en aldea -un hipertenso aquí, un artrítico allá-, como esos alquimistas de la antigüedad que iban con sus laboratorios ambulantes.
«Siendo muy optimista, en 20 años no quedará nadie en pueblos como éste. Hay pueblos en los que no veo un paciente desde el verano pasado».
Si aquí el medio rural es un enfermo achacoso, dice, tiene bastantes más patologías que la falta de seguridad.
Las enumera Florentina -70 años y una de las jóvenes del pueblo-, que para empezar es viuda; que lamenta que a veces se vaya la señal del televisor y del teléfono; que recuerda que hace 10 años pasaba un autobús por Ribarredonda y ahora ya no; y que quiere añadir una cosa: «Desde que llegó la Cospedal [Dolores de Cospedal, presidenta de la comunidad entre 2011 y 2015] nos quitaron los viajes de jubilados».
(...)
Hubo un tiempo en que Armando probó a ejercer la medicina en Guadalajara capital. Veía hasta 50 enfermos en una mañana y tenía menos de 10 minutos por paciente. Aquí se puede tirar 40 minutos con un vecino. «Así no podía hacer buena medicina». Duró tres semanas en la ciudad. Pero eso es otra historia.
«Cuando esta gente te manda un aviso para que vayas a atenderlos es porque lo necesitan de verdad, no es como en la capital, aquí la gente es muy sufrida y a lo peor una señora te llama después de estar cinco días con dolores en el abdomen. La palabra clave es empatía».
Armando es don Armando aquí, la única fuerza viva que queda. Quien tampoco escapa al esmero de las patrullas vecinales.
El año pasado llegó con su BMW azul de 15 años y 500.000 kilómetros a pasar consulta y un hombre con el pelo blanco le abordó.
-¿Quién es usted?
-Hombre, pues soy el médico del pueblo... Hace ocho años que vengo.
-Ah. Pues hoy no hay nadie más que yo aquí. Así que se puede marchar usted.
El vigilante de aquel día era Hipólito, que entonces no reconoció a don Armando y hoy se le pondría en pelotas al doctor. En el ambulatorio. Si se lo pidiera.
Fuente: [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
PEDRO SIMÓN.
24.07.2019
Los últimos vecinos de Ribarredonda (Guadalajara) son una decena de jubilados que se organizan para vigilar y conjurar los robos. Dan el alto, apuntan matrículas... Al menos siempre hay dos de ellos.
Las garrotas de los septuagenarios no son como los nunchacos de Bruce Lee. La agudeza visual de los últimos vecinos que quedan en el pueblo no es la de Ojo de Halcón, aquel superhéroe de la Marvel. Los nueve mayores no lucen precisamente como el cuerpo de marines de los EEUU.
Pero -como pasa en los western cuando no hay sheriff- hay lo que hay para hacer cumplir la ley.
Florentina, 70 años.
Vicenta, 78.
Hipólito, 79.
María, 87...
En Ribarredonda (Guadalajara) no han encontrado otra forma de combatir los robos que asolan la zona: ponerse a vigilar ellos mismos.
La letanía te la sueltan como el que la lleva inventariada, que todo puede ser. Han robado en Riba de Saelices y en Huertahernando. En una casa de La Loma (donde los cacos se quedaron a cenar) y en Ciruelos (donde reventaron el cuadro de luces del pueblo para aprovechar la oscuridad). Entonces llegaron a Ribarredonda. El año pasado robaron en dos chalés de dos hermanos de Lucía. En la casa de la hermana y de una vecina de Vicenta. En unas fincas y en la iglesia.
«Decidimos hacer algo», resume Vicenta Tenorio. «Nos reunimos 20 en el antiguo bar, sumando los que vinieron de fuera. Y buscamos una solución: hicimos un planillo para apuntarnos por parejas y así no dejar nunca vacío el pueblo en invierno».
Lucía García, 70 años, lo dice bajando la voz: «Uno viene una semana; otro viene otra. Si hay alguno que está malo y no va a poder venir cuando le toca, lo pone en el planillo del antiguo bar para organizarnos».
Julián Romero, 75 años, lo dice elevándola: «Yo no veo venir el miedo. Es que no lo veo».
Todos se ríen.
El primero, él.
Julián Romero es ciego.
Charlamos en el consultorio del pueblo, congregados los nueve de Ribarredonda por el médico rural Armando Cabrera.
La obsesión por la seguridad explica que -en esta localidad semivacía- veas rejas extensibles, puertas con chapa metálica, pegatinas de empresas de vigilancia y todos te digan de carrerilla las tres cifras memorizadas: el 062, teléfono de emergencias de la Guardia Civil.
Hipólito García le tiene respeto a la calle como si viviera en un arrabal de Jalisco y no en un pueblo donde todos sus vecinos cabrían en una furgoneta. «Si vemos un coche, el que está de guardia anota la matrícula... Por las noches no se puede salir de casa, es un compromiso. Imagina que te encuentras a cuatro que te dan un golpazo y amaneces ahí. Yo al menos por la noche no salgo».
Hay mucho de paranoia en el exceso de celo de Hipólito y de las buenas gentes de Ribarredonda.
Pero tambien hay mucho de verdad.
Desde que la casa cuartel de la Guardia Civil en Alcolea del Pinar (el pueblo más grande por estos lares, con 150 habitantes) cerró en 2013 y trasladó a sus 35 agentes a Sigüenza (a tres cuartos de hora de Ribarredonda), los robos se han sucedido en la zona.
Robos de todo tipo.
Uno: es un día gélido de noviembre, el cura de Alcolea se dispone a encender la caldera para calentar la iglesia. Pero no: los feligreses van a tener que pasar frío. Los ladrones se han llevado los 300 litros de gasoil que había.
Por todo ello los vecinos fueron a manifestarse a la localidad. Gentes de Riba de Saelices. De Saelices de la sal. De Huertahernando. Alguno de Ribarredonda... Como sus demandas no fueron escuchadas, tenemos este reportaje.
Asintiendo con la cabeza mientras les escucha, puntualizando algunos datos, está Armando. Que es médico de familia, tiene 56 años, lleva 27 pasando consulta en los pueblos, atiende en siete localidades y, en 2018, se hizo más de 10.000 kilómetros de aldea en aldea -un hipertenso aquí, un artrítico allá-, como esos alquimistas de la antigüedad que iban con sus laboratorios ambulantes.
«Siendo muy optimista, en 20 años no quedará nadie en pueblos como éste. Hay pueblos en los que no veo un paciente desde el verano pasado».
Si aquí el medio rural es un enfermo achacoso, dice, tiene bastantes más patologías que la falta de seguridad.
Las enumera Florentina -70 años y una de las jóvenes del pueblo-, que para empezar es viuda; que lamenta que a veces se vaya la señal del televisor y del teléfono; que recuerda que hace 10 años pasaba un autobús por Ribarredonda y ahora ya no; y que quiere añadir una cosa: «Desde que llegó la Cospedal [Dolores de Cospedal, presidenta de la comunidad entre 2011 y 2015] nos quitaron los viajes de jubilados».
(...)
Hubo un tiempo en que Armando probó a ejercer la medicina en Guadalajara capital. Veía hasta 50 enfermos en una mañana y tenía menos de 10 minutos por paciente. Aquí se puede tirar 40 minutos con un vecino. «Así no podía hacer buena medicina». Duró tres semanas en la ciudad. Pero eso es otra historia.
«Cuando esta gente te manda un aviso para que vayas a atenderlos es porque lo necesitan de verdad, no es como en la capital, aquí la gente es muy sufrida y a lo peor una señora te llama después de estar cinco días con dolores en el abdomen. La palabra clave es empatía».
Armando es don Armando aquí, la única fuerza viva que queda. Quien tampoco escapa al esmero de las patrullas vecinales.
El año pasado llegó con su BMW azul de 15 años y 500.000 kilómetros a pasar consulta y un hombre con el pelo blanco le abordó.
-¿Quién es usted?
-Hombre, pues soy el médico del pueblo... Hace ocho años que vengo.
-Ah. Pues hoy no hay nadie más que yo aquí. Así que se puede marchar usted.
El vigilante de aquel día era Hipólito, que entonces no reconoció a don Armando y hoy se le pondría en pelotas al doctor. En el ambulatorio. Si se lo pidiera.
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